martes, 3 de noviembre de 2009

corriente

Color cadáver la fachada, insulsa y sin balcones, sin alero ni entradilla, con un portón imitando al plexiglás que en su momento debió significar la llegada de la modernidad al edificio.
El portal no es portal, son cuatro escalones de piedra sonsa que llevan a una especie de principal idéntico al resto de los descansillos. Los buzones se agrupan a la izquierda de la entrada, recién pintados de azul electricista, orgullosamente limpios, las etiquetas con los nombres escritos a plumilla, ya casi todas amarillentas, todas iguales, ninguna cerradura estropeada. Cada puertecita perfectamente cerrada custodiando ferozmente los secretos de su dueño.
Dos viviendas por planta y en cada puerta su ojo de pez, casi en el centro, a la altura más conveniente de hace cincuenta años. Alguna puerta luce una placa con el nombre de quien se esconde detrás, las menos también un Corazón de Jesús. Los felpudos, marrones y gruesos, o grises con la cara inferior plastificada no tienen ocasión de acumular polvo ni borra, la escalera se friega a diario, flota en el aire el olor a pino artificial, a detergente barato.
En esta casa sin ascensor, entre el trajín de amas de casa que arrastran carritos de la compra, cuidan de los nietos y sobrellevan el dolor de la cadera y los mareos por culpa de las cervicales, más concretamente detrás de la puerta del cuarto izquierda, se esconde un secreto.