viernes, 25 de septiembre de 2009

El vecino

Nos revolvía el pelo con cara de contento y en realidad le asqueábamos con nuestras rodillas sucias y los brazos flacos llenos de cardenales. Se sacaba caramelos de anís del bolsillo nada más oírnos abrir el portón y en realidad sólo le preocupaba no rozarnos con sus dedos pulcros como de cirujano cuando nos los ofrecía con gesto amoroso. Escuchaba paciente nuestras aventuras de después del colegio, pero suspiraba por que desapareciéramos cuanto antes, que llegara un viento del Oeste y se nos llevara lejos. El día que encontraron a Mario en una cuneta, vino a llorar a casa compasivo, pero sus ojos decían : « uno menos, paciencia, uno menos… »

lunes, 14 de septiembre de 2009

Las vueltas

Llueve. La lluvia no le importa a Miguel casi nunca, pero hoy sí, porque ayer no llovía y hoy sí. Volver del sur es así. Ha conseguido mantener el recuerdo de sus vacaciones a salvo de los cocodrilos de la oficina, que seguían rodando y comiendo rollitos de primavera, igual que antes de que se marchara Miguel, al sur, hace tres semanas. El café ha estado más al acecho y en un descuido le ha robado tres días de recuerdos, se los ha llevado en una bolsa de plástico naranja. Pero eran sólo tres y además eran los de alrededor, los que tienen un poco de tierra y algún insectillo, algo por lo que no se va a perder la tranquilidad. Miguel vuelve con coraza de piel morena de sus vacaciones. Es un hueso de jibia, más dura de lo que parece.
Pero después, en el tren, en la lluvia, en la noche inesperada a esa hora, el alma se le ha hecho gelatina y ni la coraza de jibia ha impedido que se le desparrame cinturón abajo, incontenible, licuada, bañando el suelo del vagón. A Miguel le ha avergonzado su torpeza y al suelo se ha echado de inmediato para recoger su alma, disculpándose ante todos sin mirar a nadie y esperando que el tren no se llenase de ranas, que a Miguel no le gustan los escándalos. Sin llamar más la atención ha salido Miguel del tren, a una calle que es cuesta arriba y quiere una palmera de chocolate. Es lo que Miguel se comería para zanjar la situación; o un rosco de merengue o un trozo de pan de aceite, mojado en leche caliente y prensado contra el paladar, para chuparle toda la leche. Y así Miguel sabe que se hará otra vez duro y con sonrisa y con alma de jibia.

martes, 8 de septiembre de 2009

flores de plástico

La tienda de flores de plástico debió cerrar en verano, por el calor de aquel agosto. Había lenguas de fuego que salían enajenadas de los casetes del aire acondicionado. Hasta el canario del balcón de la segunda planta cantaba sólo por las noches, el día lo pasaba en una bañera de cubitos de hielo. La Negra le había puesto una bombilla de 25 W en la ventana para provocarle el canto nocturno. Mami seguía con sus labores de costura también ya bien entrada la noche, no corría ni un pelo de brisa hasta las 10 o las 11.
Las flores de plástico eran realmente frondosas. A Mami le encantaba mirarla, plantando su culo abultado delante del escaparate. Lo tenía embutido en una tela de colores vivos, de un estampado alegre, lo movía con esa magia con que las negras hacen cualquier movimiento, parecía de paja, a pesar de aquel volumen.
Había flores que tenían rocío de la mañana pegado eternamente, daba fresquito verlo. Quizá por eso nadie notó cómo se iban derritiendo las flores de plástico de la tienda, cómo lentamente, las hojas, el cáliz, pétalos, incluso espinas, iban formando una bola irreconocible que caía sin gracia en el suelo de la tienda.
La negra vivía un piso más arriba de Mami. Daba gusto mirarla. Con el calor llevaba una camiseta pegada como de interior, y nunca se olvidaba de los levis ajustados, eso a Pedro lo volvía loco. Hasta el último pelo rubio de su piel escocesa se erizaba al verla bajar la escalera costrosa de la casa colonial, antes de una inportante familia venida a menos. Como todas las casas de la zona, el color, que alguna vez había brillado intensamente, se tornaba ahora tan pálido y resquebrajado que parecía un viejecito a punto de agonizar. Los balcones con sus balaustradas, las puertas de madera desvencijada, las contraventanas con sus rendijas por las que la silueta de la Negra se movía de un lado a otro. Pedro suspiraba. ¿Cómo conseguir un ramo de flores de plástico? Sin dinero, sin trabajo, recibiendo una mísera pensión, quién podía imaginar que cerraría la tienda?
Las flores de plástico se les presuponía resistentes a cualquier estado atmosférico, de hecho a Mami le parecía la unica solución al cambio climático: si pudiéramos comer pastillas de astronautas y regalar flores de plástico a las enamoradas, todo estaría solucionado, decía Mami. A Pedro las cosas de Mami le parecían bobadas, pero sabía que la Negra se moría por un jarrón de rosas falsas, de esas con rocío de la mañana.
Fue una tarde de septiembre, cuando ya había ahorrado para un ramo de aquellas flores de plástico, cuando Pedro se dió cuenta de que la tienda había cerrado. Por el escaparate, limpiando con la mano un poco los cristales del establecimiento, vió aquella mancha enorme en el suelo, aquel hedor a bolsa chamuscada, aquella masa deforme que se movía lentamente hacia las rendijas de la tienda.