lunes, 24 de septiembre de 2012

La torre

La escalera de caracol es estrecha, con una torsión insistente que desafia la paciencia, a ratos incluso la esperanza misma de que tenga un final. Sus pasos van por delante de los mios, son esas zapatillas que anoche me parecieron horribles y ahora son simplemente sus zapatillas. Le sigo mientras pierdo el aliento despacio; no sé lo que hago pero tiene sentido porque lo estoy haciendo con él. Flashes de la noche anterior, piel, una cara en la oscuridad que me busca, que se entrega. Piel muy suave, perfecta, inmerecida. Sabemos que estamos solos, que podríamos parar en el escalón 95 y besarnos más, besarnos con besos de adolescentes o de incoscientes, pero esperamos. Mi mano, a la altura de sus gemelos se lanza bajo el pantalón y encuentra su piel, sigue ahí.
No sé si esto está pasando, he desaprendido que los besos podían ser tan llenos, que un cuerpo podía rendirme, que subir a la torre podía ser de este modo.
 
Empiezo a pensar, como siempre, tarde o pronto no sé, a deshora. Como siempre no encuentro el lugar bajo el sol, un lugar donde ni me queme ni me entre frio. Nunca he sabido encontrar el lugar perfecto para disfrutar del sol. Me olvido de él, dejo que me inhunde de nuevo la tristeza. Vuelvo a estar muriéndome por dentro. Así es como se debió de sentir Heidi cuando subió a esta torre para ver los Alpes.
 
Nos cubre de repente la luz del sol y Frankfurt, desde la torre de su catedral parece una ciudad más viva, con más calles y menos caras. Y sin quererlo busco la sierra, la Alhambra, mi motillo. No se ve nada de eso desde la torre de la catedral.
 
No sé a dónde han ido todos esas intenciones, todos esos sueños, toda esa posibilidad del todo absoluto. Sus ojos, verdes como jamás he visto, me miran y aunque no entiendo cómo, aunque es imposible, sé que me quiere como sólo un desconocido puede quererte. Aún nos invadiremos nuestros cuerpos antes de llegar al pie de la torre.
 
Y después la soledad...