jueves, 31 de diciembre de 2009

tic-tac

Se ha disipado. Hoy he venido a trabajar en un sueño. Hoy he soñado. He vuelto a traer de algún lugar de la memoria recuerdos de sentimientos tan intensos que pisan con fuerza mi alma como elefantes a la carrera en un desván abandonado. En el tren no era capaz de situarme en el tiempo, ¿cuánto tiempo ha pasado?, ¿fue ayer aquella tarde de final de vacaciones, comiéndonos un magnum juntos, intentando estirar aquella felicidad de un verano completo junto al mar? Tuvo que ser hace poco, es tan vivo el recuerdo que no puede venir surcando más de diez años de memoria. Pero yo ahora trabajo, por eso estoy en un tren en un país que no es el mío, luego no puedo tener dieciocho. La lógica me asiste, y el sueño comienza a disiparse. Vomitar algo en el Blog seguro que me ayuda a recomponerme antes del almuerzo con mis padres.

Y así ocurre, con la suerte para nuestros siete lectores de que una combinación muy desafortunada en el teclado se ha llevado mar adentro una oda a lo que pudo ser y no existió tan siquiera.

Una tarde de Septiembre, en mi ciudad, en mi barrio, en mi vida que por aquel entonces era más mía de lo que lo ha vuelto a ser jamás, apreté un botón rojo del que nadie sabía nada. Desde entonces vivo escuchando ese tic-tac cuyo desenlace es desconocido, pero que no cesa, amenazando con hacer explotar mi corazón en mil pedazos de rubí enamorado, o con abrir la caja sorpresa que oculta la felicidad de aquel verano junto al mar en que me enamoré o, terror me produce la simple posibilidad, con perpetuarse y hacerse fuerte en noches de sueños como la de hoy. Ad infinitum.

martes, 3 de noviembre de 2009

corriente

Color cadáver la fachada, insulsa y sin balcones, sin alero ni entradilla, con un portón imitando al plexiglás que en su momento debió significar la llegada de la modernidad al edificio.
El portal no es portal, son cuatro escalones de piedra sonsa que llevan a una especie de principal idéntico al resto de los descansillos. Los buzones se agrupan a la izquierda de la entrada, recién pintados de azul electricista, orgullosamente limpios, las etiquetas con los nombres escritos a plumilla, ya casi todas amarillentas, todas iguales, ninguna cerradura estropeada. Cada puertecita perfectamente cerrada custodiando ferozmente los secretos de su dueño.
Dos viviendas por planta y en cada puerta su ojo de pez, casi en el centro, a la altura más conveniente de hace cincuenta años. Alguna puerta luce una placa con el nombre de quien se esconde detrás, las menos también un Corazón de Jesús. Los felpudos, marrones y gruesos, o grises con la cara inferior plastificada no tienen ocasión de acumular polvo ni borra, la escalera se friega a diario, flota en el aire el olor a pino artificial, a detergente barato.
En esta casa sin ascensor, entre el trajín de amas de casa que arrastran carritos de la compra, cuidan de los nietos y sobrellevan el dolor de la cadera y los mareos por culpa de las cervicales, más concretamente detrás de la puerta del cuarto izquierda, se esconde un secreto.

viernes, 25 de septiembre de 2009

El vecino

Nos revolvía el pelo con cara de contento y en realidad le asqueábamos con nuestras rodillas sucias y los brazos flacos llenos de cardenales. Se sacaba caramelos de anís del bolsillo nada más oírnos abrir el portón y en realidad sólo le preocupaba no rozarnos con sus dedos pulcros como de cirujano cuando nos los ofrecía con gesto amoroso. Escuchaba paciente nuestras aventuras de después del colegio, pero suspiraba por que desapareciéramos cuanto antes, que llegara un viento del Oeste y se nos llevara lejos. El día que encontraron a Mario en una cuneta, vino a llorar a casa compasivo, pero sus ojos decían : « uno menos, paciencia, uno menos… »

lunes, 14 de septiembre de 2009

Las vueltas

Llueve. La lluvia no le importa a Miguel casi nunca, pero hoy sí, porque ayer no llovía y hoy sí. Volver del sur es así. Ha conseguido mantener el recuerdo de sus vacaciones a salvo de los cocodrilos de la oficina, que seguían rodando y comiendo rollitos de primavera, igual que antes de que se marchara Miguel, al sur, hace tres semanas. El café ha estado más al acecho y en un descuido le ha robado tres días de recuerdos, se los ha llevado en una bolsa de plástico naranja. Pero eran sólo tres y además eran los de alrededor, los que tienen un poco de tierra y algún insectillo, algo por lo que no se va a perder la tranquilidad. Miguel vuelve con coraza de piel morena de sus vacaciones. Es un hueso de jibia, más dura de lo que parece.
Pero después, en el tren, en la lluvia, en la noche inesperada a esa hora, el alma se le ha hecho gelatina y ni la coraza de jibia ha impedido que se le desparrame cinturón abajo, incontenible, licuada, bañando el suelo del vagón. A Miguel le ha avergonzado su torpeza y al suelo se ha echado de inmediato para recoger su alma, disculpándose ante todos sin mirar a nadie y esperando que el tren no se llenase de ranas, que a Miguel no le gustan los escándalos. Sin llamar más la atención ha salido Miguel del tren, a una calle que es cuesta arriba y quiere una palmera de chocolate. Es lo que Miguel se comería para zanjar la situación; o un rosco de merengue o un trozo de pan de aceite, mojado en leche caliente y prensado contra el paladar, para chuparle toda la leche. Y así Miguel sabe que se hará otra vez duro y con sonrisa y con alma de jibia.

martes, 8 de septiembre de 2009

flores de plástico

La tienda de flores de plástico debió cerrar en verano, por el calor de aquel agosto. Había lenguas de fuego que salían enajenadas de los casetes del aire acondicionado. Hasta el canario del balcón de la segunda planta cantaba sólo por las noches, el día lo pasaba en una bañera de cubitos de hielo. La Negra le había puesto una bombilla de 25 W en la ventana para provocarle el canto nocturno. Mami seguía con sus labores de costura también ya bien entrada la noche, no corría ni un pelo de brisa hasta las 10 o las 11.
Las flores de plástico eran realmente frondosas. A Mami le encantaba mirarla, plantando su culo abultado delante del escaparate. Lo tenía embutido en una tela de colores vivos, de un estampado alegre, lo movía con esa magia con que las negras hacen cualquier movimiento, parecía de paja, a pesar de aquel volumen.
Había flores que tenían rocío de la mañana pegado eternamente, daba fresquito verlo. Quizá por eso nadie notó cómo se iban derritiendo las flores de plástico de la tienda, cómo lentamente, las hojas, el cáliz, pétalos, incluso espinas, iban formando una bola irreconocible que caía sin gracia en el suelo de la tienda.
La negra vivía un piso más arriba de Mami. Daba gusto mirarla. Con el calor llevaba una camiseta pegada como de interior, y nunca se olvidaba de los levis ajustados, eso a Pedro lo volvía loco. Hasta el último pelo rubio de su piel escocesa se erizaba al verla bajar la escalera costrosa de la casa colonial, antes de una inportante familia venida a menos. Como todas las casas de la zona, el color, que alguna vez había brillado intensamente, se tornaba ahora tan pálido y resquebrajado que parecía un viejecito a punto de agonizar. Los balcones con sus balaustradas, las puertas de madera desvencijada, las contraventanas con sus rendijas por las que la silueta de la Negra se movía de un lado a otro. Pedro suspiraba. ¿Cómo conseguir un ramo de flores de plástico? Sin dinero, sin trabajo, recibiendo una mísera pensión, quién podía imaginar que cerraría la tienda?
Las flores de plástico se les presuponía resistentes a cualquier estado atmosférico, de hecho a Mami le parecía la unica solución al cambio climático: si pudiéramos comer pastillas de astronautas y regalar flores de plástico a las enamoradas, todo estaría solucionado, decía Mami. A Pedro las cosas de Mami le parecían bobadas, pero sabía que la Negra se moría por un jarrón de rosas falsas, de esas con rocío de la mañana.
Fue una tarde de septiembre, cuando ya había ahorrado para un ramo de aquellas flores de plástico, cuando Pedro se dió cuenta de que la tienda había cerrado. Por el escaparate, limpiando con la mano un poco los cristales del establecimiento, vió aquella mancha enorme en el suelo, aquel hedor a bolsa chamuscada, aquella masa deforme que se movía lentamente hacia las rendijas de la tienda.

domingo, 23 de agosto de 2009

la herencia

Cuando me presentaron a Irene la vi vestida de blanco, como se lleva el luto en su tierra, con esa sonrisa burlona que apenas la abandona en momentos de mucha tensión, tumbada en su ataúd, como una niña dormida que sueña con las aventuras de las vacaciones pasadas.
Cuando me presentaron a Irene me habló de su sobrina y del nuevo bebé en la familia, que por descuido de los padres se había quedado sin nombre. “Es cosa corriente”, me explicó, “le dieron demasiadas vueltas y al final llegaron tarde”. Yo la vi, sin embargo, envuelta en su sudario de batista blanca con vainica que bordó su hermana, lo vi todo desde el borde de su tumba en un día ventoso, en un cementerio que no pude reconocer.
Cuando me presentaron a Irene ella ya me conocía, me miró a los ojos y me dijo: “No has de tener miedo, aún falta mucho, pero quiero que te encargues de mis cuadros”. Con Irene no se puede discutir, de eso me di cuenta en seguida, así que le pregunté de cuántos cuadros se trataba y decidí buscar un guardamuebles para estar preparada.
“Mira, lo fundamental de la cocina de mi tierra es el canto que acompaña cada plato, no debes menospreciarlo”, me contaba animada mientras salíamos a la terraza. A pesar de los niños correteando a nuestros pies, del sol brillante y el olor a barbacoa no podía dejar de pensar en cuánto costaría alquilar un sótano sin humedad, o quizá construir una cabaña en el jardín donde poder guardar la herencia de Irene.

miércoles, 19 de agosto de 2009

Las páginas en blanco

¿Cómo se puede continuar una amistad cuando alguien no está dispuesto a perdonar? Yo no lo sé. Desde hace meses una amiga no me deja nada de espacio. Hubo un año 2004 en el que, por las circunstancias, porque etonces le dábamos menos vueltas a las cosas o simplemente porque eramos más chicos, estaba loca por mí (y yo por ella). Ahora cuando estoy con ella lucho haciendo equilibrio sobre una barra para periquitos por no espanzurrarme contra el suelo. Unas veces con más estilo, otras veces de pena y otras, me caigo. No parece haber solución. Como leí en alguna parte unos días atrás, lo que se acaba se acaba, se le hace su duelo y a otra cosa. Resistirse no sé si nos está haciendo bien, no sé siquiera si tiene algún sentido. Cuando alguien decide que nunca más le harás reir, creo que tiene un significado claro, me dice que el final de la historia quedó ya veinte páginas atrás y lo que sigue son páginas en blanco que nos hemos empeñado en seguir leyéndo en voz alta.

miércoles, 12 de agosto de 2009

conocer al señor Dietl

Matilde ya no se acuerda de cuándo llegó el señor Dietl, sabe que fue un verano, en pleno mes de agosto a las cinco de la tarde cuando lo conoció, ella arreglando los canarios en la ventana después de ver la novela, él bañado en sudor sonriendo de oreja a oreja. Buscaba un hotel barato, una pensión, un sitio donde darse una ducha y pasar un par de noches. Y fíjate, ni se sabe ya el tiempo que hacía de aquello, el señor Dietl se quedó y comenzó su propia dinastía de canarios, encontró una bicicleta todavía en uso en la placeta de los naranjillos y un trabajo mal pagado e incómodo de conserje de noche en el mismo hotelillo de barrio que le recomendó Matilde.
“Hija, yo creo que es gai de ésos, yo no le he conocido novia ninguna, y buen mozo es y listo, que mira cómo aprendió el español en un pis pas, sin clases ni nada, a fuerza de sentarse aquí las mañanas conmigo. Vamos, si no, no me lo explico.”
El señor Dietl vive en un bajo en una calle estrecha cerca de la parroquia en una casa antigua con rejas de hierro forjado en las ventanas. Allí cuelgan los pajarillos, felices de ver pasar viejas que van a misa, del sol que se cuela hasta sus jaulas, de los olores que van y vienen. Y allí se pasa él los ratos cuando no está en el hotel, poniendo agua limpia, colgando hojas de lechuga entre los barrotes, barriendo el mijo que tiran sin descanso.

martes, 11 de agosto de 2009

consciencia

Debía tener veinte años más o menos cuando me di cuenta por primera vez de mi locura. Iba aún a la universidad y tenía la curiosa cualidad de rodearme de los personajes más estrafalarios. Pensaba que era por mi carácter abierto, por ese don heredado de la abuela Carmen de que todo el mundo me cuente sus males y sus amores, qué sé yo, por ser hija de rojos, pero no por estar loca. Fue Guille la que me lo confesó, loca también como no podía ser menos con un ojo verde y otro castaño, la piel más suave que he encontrado nunca y durmiendo en la calle, a pesar de ser hija de médica y señor muy serio: "Es que se te nota que ves más allá que otros, que eres especial..." No hace gracia que te diga una cosa así una loca, puede uno intertar cogerlo por donde quiera, pero no es lo que yo quería ser. Yo había soñado con ser una gran mente científica, concertista, millonaria si quieres, pero no la diva de una panda de desequilibrados.

Desde aquel día, seguramente un día de junio cerca de los exámenes, me he esforzado por combatirme a mí misma, por hacerme pasar por el ojo de una aguja y hacerme un hueco en la normalidad. En realidad sólo me ha servido para ser un poco más infeliz, los locos de ley, como yo, no pueden esconderlo, me imagino a la gente siendo amable conmigo y pensando: "qué chica tan lista, y sí que es simpática, lástima que esté tan chiflada..." Porque como loco te esfuerzas cada día en homogeneizarte con tu entorno, ponerte mechas rubias, tener un trabajo de estos de persona normal y hablar de las cosas de que habla la gente, por ejemplo: "yo creo que tal y como están las cosas lo mejor es invertir a plazo fijo". O: "Fulanita ha engordado muchísimo, me da que no está bien con el marido y se refugia en la comida". O incluso: "el último jarri póter me parece fabuloso, tan oscuro, tan adulto, tan dramático..." Mientras te atienes al guión no hay problema, las mechas hacen la mitad del trabajo y tampoco hay tantos temas de conversación como para no dominar el día a día. El problema es cuando bajas la guardia un momento y sueltas algo del estilo: "mis plantitas de tomates me hacen feliz porque huelen al Sur y a vida". O también:. "yo creo que nuestro trabajo consiste en estafar a la gente, deberíamos volver al sistema de canje". En esos momentos me siento muy sola...

domingo, 21 de junio de 2009

La flor de la planta trepadora

Este año el invierno ha sido largo, nos ha puesto a prueba. Hemos tenido que hibernar por más tiempo, llevando a cabo la actividad física mínima para obtener un sueldo, ganar peso y lamentarnos por lo horrible del tiempo. También fui a la piscina tres veces.
Las emociones sufren con estas congelaciones de la motricidad; la agitación interna, nuestras inquietudes dejan de oscilar, se van parando, hasta alcanzar un rendimiento mínimo próximo a un cero absoluto y quedar, así, en ralentí.
Las esperanzas latentes al final arrancan a crecer y, si cuando eso ocurre fuera hace frio, te crecen para adentro y los optimismos que deberían llevarte a planear fines de semana montando en bicicleta y vacaciones con amigos de siempre se tornan entonces en distorsiones menos amables. Supongo que es así como acabé pensando que, esperando lo mejor, vería a esta amiga unas diez veces en lo que me queda de vida, o pasearía por aquella playa una veintidós veces más, o que nunca más iría a Atenas.
La suerte es que la primavera siempre ha de llegar, por fuerza. Ahi fuera llega por una cuestión puramente kepleriana y de radiación de energía, y por dentro no sé exactamente cómo se explica ni a qué reglas se atiene, pero lo cierto es que nadie se queda atrapado en un invierno interior. Quizá simplemente sea una cuestión de azar y suerte o a lo mejor algo químico, pero es así. Valga como ejemplo el mío, que cuando estaba a punto de dar con una estimación de los latidos de corazón de los que se compondrán el resto de mis días, esuché un canción que tardé en reconocer y llegó el calor. Un trozo de azul como recortado de un fondo blanco de nubes y un color purpúreo me convencieron de la existencia de lo eterno; los latidos dejaron de estar contados y se extendieron, se disiparon como gas expandiéndose para unirse a ese cielo que de repente estaba viendo, otra vez, por vez primera. Más cerca, abrazando la baranda del balcón, la flor de la planta trepadora había abierto esa noche a pesar de que hizo fresco y para nuestra sorpresa, era de un rosa muy tímido.

domingo, 3 de mayo de 2009

Días de furia

Si llegara la revolución y quedara sin nada, si tuviera que dormir en una chabola de planchas de uralita, si ni tan siquiera fuera mía, que hubiera de compartirla y dormir en una esquina, en el suelo, arrebujada en una manta piojosa, sin trabajo, sin dinero, sin lujo alguno, aún podría cavar un rodalillo en el descampado con una piedra picuda, recoger agua en algún arroyo y florecería mi jardín. Y mientras buscase la piedra, o quizá un trozo de chatarra y el arroyo, o un charco de las últimas lluvias si las hubo, podría cantar y recordar cómo suena Brahms, aún sin tocadiscos, sin electricidad, sin dinero, sin tener dónde caerme muerta. Y en las noches de verano, cuando pudiera sentarme frente a mi puerta y a mis flores silvestres seguiría pensando y podría escribir poemas, aún sin tinta, aún sin papel.

viernes, 6 de marzo de 2009

Terreno edificable en Marte

Compro terreno edificable en la Noachis Terra. Precio máximo: 100.000 talentos de Centauri. Interesados, contaten con una servidora, que lleva buscando un piso normal de 3 dormitorios, pa los shavales, 2 baños cochera y trastero, desde hace unos meses, y sólo encuentra pelotazos de burbujas de crisis, que no dejan de explotarnos en la cara. Hemos pensado que un terrenito en Marte no estaría tan mal, ahora que dicen que igual hasta tenemos agua potable! A mi la verdad, no me importaría cerca del Pavonis Mons, que tiene buenas vistas a lo que es el Universo del cuadrante suroeste, tiene buenas orientaciones a cada lado. Seguro que dentro de unos años, la zona va a estar muy cotizada, sobre todo, comprobando que ni los precios de las viviendas bajan, ni los créditos se dan así por la buenas, con tu cara de notengodondecaermemuerto y tus ganas de cambiar las formas de vida extraterrestre, que, por mucho que sorprenda, viven entre nosostros...

Uñas de fresa

No sé si te acordarás de un mini-pintauñas con forma de lápiz. Huele a fresa sintética. Tenía como una purpurina y era difícil conseguir un rojo intenso, de pasión profunda. Lo mejor de haberlo encontrado es que seguía vivo, pastoso y todavía rojo. Ahora me dedico a buscar este color, obsesionada como Marnie cuando se topaba con algo escarlata, pero fascinada por tu dedo herido, imaginando que chorreaba sangre y que también por entonces éramos vampiros. La fiebre de los chupasangres creo que ha vuelto y las chavalas como mi abuela de casi 90 primaveras leen como posesas la historia de un amor ensangrentado...Como las tardes de Granada, cuando la sierra más blanca que nunca se tiñe anaranjada, para dar paso al carmesí.

miércoles, 25 de febrero de 2009

06:45

A las siete menos cuarto es imposible saber qué traerá consigo el levantarse de la cama. Nadie sabe si el teléfono sonará a las siete y veinte sacándote de la ducha, si correrás por el pasillo descalzo para descolgar antes que el contestador, pegarás un resbalón y te convertirás en un húmedo y limpio cadáver en mitad de la entrada, tras golpearte la nuca con la cómoda nueva de Ikea. Nadie puede decirte si mientras te tomas el café encenderás la radio justo a tiempo para oír la pregunta de la semana, si serás el primero en llamar y dar la respuesta correcta y te marcharás a trabajar con un dinero inesperado que te llevará soñando hasta la oficina, a través de horas de tedio hasta las seis en punto.
Es difícil de decir qué pasará a las siete menos cuarto, aunque la mayoría de los días el teléfono no suena y la nuca queda intacta, tu cuenta corriente no recibe ninguna transferencia inesperada y el día te arrastra con lentitud casi insoportable hasta el momento de ponerse el abrigo y salir a la libertad.

jueves, 19 de febrero de 2009

Estrés

Anteayer cuando cruzaba el puente, miré un día más al río intentando ver qué me depararía el día; me molestó muchísimo lo que ví, y decidí que se acabó, que a partir de ahora será el río el que me tenga que mirar a mí cada mañana para ver su futuro y saber cómo torcer al llegar a la catedral o pasar bajo el puente con la inscripción en griego, si es que no quiere acabar perdido en el centro en hora punta de tráfico y pestilencia.

viernes, 6 de febrero de 2009

Completitud

Tengo un dedo herido. El dedo índice de la mano izquierda. Lo llevo vendado hasta la primera falange y me duele cuando rozo algo por no prestar atención.
Me gusta tener un dedo herido porque me obliga a tener conciencia de él: en la mano izquierda tengo un dedo índice. Y tener un dedo herido es infinitamente mejor que no tener ninguno.
Cada vez que me lavo las manos y he de hacer malabarismos para no mojarme el vendaje exagerado, el dedo dolorido me mira fijamente y me reprocha su situación. Y tan fríamente que me llego a preguntar si no lo estaré soñando, me dice con voz clara y firme: "Ten mucho cuidado, la próxima vez podrías perderme".

sábado, 24 de enero de 2009

Dominarse o pensar

Hablo desde la tranquilidad. El lunes pasado no podría haberlo hecho. Mi madre siempre ha sido de la opinión que la higiene está próxima a la santidad. Como lo sé, como sé que me he criado en un mundo donde la higiene está del todo sobrevalorada, consigo dominarme. Pero eso no quita que me consuman andanadas de ira cuando me topo de frente con situaciones como la del lunes pasado. Cuando digo dominarme no quiero decir que sea capaz de ignorar la situación y marcharme contento a casa. Por desgracia no. Es más bien que durante un intervalo de tiempo, de duración absolutamente indeterminada, me zambullo en un estanque mental de pensamientos tipo latigazo eléctrico-láser, hasta que cuando quiero darme cuenta estoy tan lejos, física y mentalmente, del epicentro del problema que ya no puedo matar ni insultar a nadie.
Aunque esta vez quizá si debería haberme desahogado un poco con esos niños de mi escuela de baile. Los lunes tengo clases de flamenco. Hasta el lunes pasado disfrutaba del vestuario masculino en uso exclusivo. Pero el lunes cambiamos de hora las clases y al ir a cambiarme me encontré el vestuario lleno de niños de 11 o 17 años que bailan RNB o MBA, o algo de eso. Esos niños huelen muy mal, eso ya lo había notado hace meses. Al entrar en el vestuario me detuvo una nube de partículas en suspensión. Predominaba el olor a desodorante, pero un tufillo a sudor rancio se intuía a pesar de la densidad de la nube. Esos niños se estaban rociando con desodorante en esprai todas las partes sudadas de su cuerpo, y, a juzgar por lo añejo del hedor, puede que hiciesen lo mismo a diario en lugar de lavarse.
Me dominé, pero me costó. No lo puedo evitar, no pude evitar pensar en la clase de educación (o llámalo entrenamiento, formación o instrucción) que esos niños reciben de sus padres y madres. Cómo pueden oler tan mal y que sus madres no les digan que se metan en la ducha de cabeza, porque es de seres no civilizados ir por ahí oliendo de esas maneras. Ya he llegado a la estación de tren, ya no puedo decirle a ese niño de los calcetines por las rodillas y los pantalones cortos que morirá de golondrinos. Pero ahí está esa madre subiendo al tren, con una criatura de un año y pico. La madre quiere que el niño se suba sólo al tren y no ve que para subir los peldaños el niño tendría que hiperextender sus piernecillas lateralmente más de noventa grados, porque flexionar las rodillas no es ni remotamente suficiente. Pero esa madre seguramente habrá leido en un libro, como hacen tan a menudo en este país, que a los niños no hay que sobreprotegerlos.
El lunes me está poniendo a prueba, no sé si podré dominarme, no sé si podré no ir a esa mujer y decirle que debería castigar a su hijo sin biberón un par de noches por no saber aún sacarse un billete de ida y vuelta Frankfurt-Köln. Por suerte mi madre nunca leyó el libro de ese doctor alemán. Pienso en mi madre y me siento afortunado por saberme educado con una técnica mucho más antigua, una doctrina milenaria que se transmite de generación en generación. Y sin más explicación ni consumir ninguna sustancia alucinógena, se produce una conexión a través del tiempo, de miles de años con las madres de mis ancestros, con madres de mi familia prehistórica que defienden a su prole de los ataques de peligros mucho mayores que una escalera de tren...
Ya estoy en casa, lejos de mi escuela de flamenco, lejos de la estación y lejos de la posibilidad de un ataque verbal. Aunque todavía coleará el asunto, y llamaré a la Sol al móvil para decirle que creo que el mundo se está derrumbando por la falta de principios. Porque unos pocos que siempre han sabido aprovecharse nos han convencido de que aprovecharse es bueno y les a carrera al éxito. Porque muy pocos son fieles a sus principios, porque ni siquiera tenemos principios...

miércoles, 21 de enero de 2009

Artemisa

Duerme en el tren, en una esquina en el suelo junto a la puerta hacia el siguiente vagón. Ni siquiera la habría visto si no fuera por la moneda que se cayó de mi bolsillo, una sombra, un bulto vestido de negro, mitones desgarrados, un mechón de pelo brillante que asoma bajo el borde del gorro, negro también. Un piercing bajo el labio inferior le da aspecto de estudiante transgresora, una piel transparente y los ojos tristes pero valientes, de lo que es: un espíritu protector, una guerrera interestelar, una niña en un tren, que, por las noches, libra batallas sangrientas.

lunes, 12 de enero de 2009

huele a bacon y garaje

Que me perdone el susodicho por no pagarle derechos de autor, pero un título así no se debe dejar escapar cuando se te presenta de esta manera, al alcance de la mano y desprotegido. Además, al fin y al cabo hablaré aquí de él, o se lo dedicaré a él, o él será la inspiración de lo que siga, o todo junto, no sé bien.
Estos días he estado de vuelta a casa, que sin ser ya donde hago mi vida, donde sueño y me peleo, donde me hago vieja más que crecer, es sin lugar a dudas más mi casa que cualquier otro sitio en el mundo. Las ventanas no cierran bien, pero se les perdona todo porque han visto ya tres siglos y pasar muchos cambios. No cierran bien, decía, y entra el biruji en las tardes de invierno, pero no se nota si te arropas bien en el brasero, y además se oyen las campanas de San Gregorio llamando a misa de ocho y las de la Vela para el cambio de aguas.
Estos días he paseado mucho, he encontrado viejas plazas en las que pasábamos mucho tiempo cuando teníamos quince años y nunca teníamos que irnos a la cama, he estado en tiendas viejas y cochambrosas que no visitaba desde hacía años y he vuelto a arrepentirme, he cruzado el río y he subido y bajado cuestas hasta perder el aliento.
Y entre todos los reencuentros, los de la familia, los amigos, los colores, la luz, la sierra, el ruido... entre todos esos reencuentros he descubierto olores que echaba de menos sin saber: los cipreses y el arrayán de casa de mi madre, el jazmín de invierno de Rita, el olor del aire soleado en el embovedao a mediodía, la fritanga de Los Diamantes si tienes la suerte de encontrártelo abierto, el Darro, a nieve, a buen año, a tapas y turistas, el olor de Sol recién bañada, que huele a lana limpia, a amor incondicional...