jueves, 11 de octubre de 2012

El tratamiento

Llevo ocho meses atada a una camilla metálica y sin moverme. Con correas en brazos y piernas, y con una especie de casco de piel que impide que mueva la cabeza. Ocho meses recibiendo visitas de gente que me inyecta cosas que me matan a trozos, ocho meses dejándome cortar, coser y tatuar, ocho meses expuesta a productos de mentes perversas que me queman y desfiguran. 
Hace ocho meses decidí que era lo mejor, que no quedaba más remedio y que no merecía la pena gastar energía en gritar o resistirse, así que llevo ocho meses sin ponerme histérica e intentar escapar. Cierro los ojos y pienso en cómo organizar el sótano para que quepa toda la porquería que hemos ido acumulando a lo largo del tiempo, pero los abro y sigo atada a la camilla y no hay manera de llegar al sótano ni mucho menos de organizar nada. Sigo tranquila, respiro y veo cómo, al subir, mi abdomen se coloca estúpidamente en el camino de un rayo que no le corresponde. Y se quema también. Dejo de respirar y todo está bien, razonablemente bien. Sigo planeando lo del sótano con los ojos cerrados mientras me canto a mi misma una canción de cuna, la misma una y otra vez, para no escuchar las voces de todas y cada una de las células de mi cuerpo chillando que me levante, que me arranque las correas, que les pida que paren.