Marita entró en el cementerio sin saber cuánto le iban a molestar los zapatos de tacón color crema al caminar por la tierra blanda. No tenía ni idea de qué clase de lugar era aquel: si habría caminitos pavimentados o si sería lo que parecía desde fuera, un gran retal de bosque en medio de la ciudad. Nada de lo que había visto le había soreprendido, ni mucho menos desagradado. Desde niña, Marita jamás había mostrado la menor manifestación de esos miedos irracionales que sufrían la mayoría de niños. Siempre había caminado a oscuras por casa y había explorado los caserones abandonados de las afueras de la ciudad. Estas cosas la convertían en un ser superior al resto de niños asustadizos de su clase, y eso, era simplemente irresistible.
Bajo sus pies sus pasos eran una sequencia sorda, síncrona con sus pensamientos. El paseo estaba resultando muy relajante. Desde hacía unos minutos no se había vuelto a cruzar con ningún otro visitante. Los árboles se habían ido haciendo más altos y sus copas no dejaban que fuese medio día; en esa vereda la oscuridad era fría. Marita no sintió la menor alarma ante las ocuridad que inesperadamente la rodeaba ni al descubrir, al vanzar por el camino, el grupo de esculturas decapitadas ante una tumba abierta. Lentamente se acercó a la fosa, con cuidado de tantear la consistencia del terreno para no resbalar y arruinar su abrigo color marfil. Al asomarse constató, al ver el cartel verde fosforescente, que la familia Moebius no había pagado los gastos de mantenimiento de su parcela. Cada vez nos gastamos menos en la muerte y el ayuntamiento es implacable, pensó Marita.
Al girarse para volver sobre sus pasos vio algo entre los árboles, en una pequeña ramificación del camino en la que no había reparado antes. Se acercó despacio, la sangre golpeándole furte en las sienes. De pronto la piel de la nuca se le había erizado y la sangre parecía helársele dentro de la cabeza. Lanzado un grito ahogado Mariata se giró y corrió, corrió sin parar. A su espalda, alejándose cada vez más, el peligro retornó a la vereda sin luz.
Bajo sus pies sus pasos eran una sequencia sorda, síncrona con sus pensamientos. El paseo estaba resultando muy relajante. Desde hacía unos minutos no se había vuelto a cruzar con ningún otro visitante. Los árboles se habían ido haciendo más altos y sus copas no dejaban que fuese medio día; en esa vereda la oscuridad era fría. Marita no sintió la menor alarma ante las ocuridad que inesperadamente la rodeaba ni al descubrir, al vanzar por el camino, el grupo de esculturas decapitadas ante una tumba abierta. Lentamente se acercó a la fosa, con cuidado de tantear la consistencia del terreno para no resbalar y arruinar su abrigo color marfil. Al asomarse constató, al ver el cartel verde fosforescente, que la familia Moebius no había pagado los gastos de mantenimiento de su parcela. Cada vez nos gastamos menos en la muerte y el ayuntamiento es implacable, pensó Marita.
Al girarse para volver sobre sus pasos vio algo entre los árboles, en una pequeña ramificación del camino en la que no había reparado antes. Se acercó despacio, la sangre golpeándole furte en las sienes. De pronto la piel de la nuca se le había erizado y la sangre parecía helársele dentro de la cabeza. Lanzado un grito ahogado Mariata se giró y corrió, corrió sin parar. A su espalda, alejándose cada vez más, el peligro retornó a la vereda sin luz.
2 comentarios:
Me gusta, me ha puesto los pelillos de la nuca de punta! Creo que deberíamos escribir todos más ficción y menos folletines, que se nos da mejor.
y que hago? Si ya sabes que soy un ser mimetico, pero ante todo muy folletinesco.
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